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8.29.2020

VIDA URBANA COTIDIANA EN EL PERU DEL SIGLO XVIII: BREVES NOTAS ACERCA DE LIMA

URBAN DAILY LIFE IN COLONIAL PERU OF THE XVIII CENTURY: BRIEF NOTES ABOUT LIMA




AUTOR: ROMULO GUSTAVO RUIZ DE CASTILLA
cronicasglobales.blogspot.com
email:gusruizd@gmail.com
ORCID: 0000-0002-0601-8864


Se puede reproducir citando autor y fuente



ABSTRACT

Peruvian society in the 18th century remained in an apparent general social peace, a pax hispanica marked by state regulations and popular religiosity, a tranquility only interrupted by the arrival and departure of ships, some political upheavals, epidemics and coastal attacks of European rivals of the metropolis. Lima, like other American cities, was towards the middle of the century, a country and town city, surrounded by vegetation, however, daily life was hectic and bustling, in the routine of small trades, services, the production of goods basic, and in the social and cultural activities of the elites.


RESUMEN
La vida cotidiana peruana del siglo XVIII se mantenía en una aparente paz social general, una pax hispanica marcada por las regulaciones estatales y la religiosidad popular, tranquilidad sólo interrumpida por la llegada y salida de los barcos, las agitaciones políticas ilustradas, las epidemias y los ataques costeros de los adversarios europeos de la Metrópoli. Lima como otras ciudades americanas, era hacia mediados del siglo, una ciudad de apariencia campestre y aldeana, rodeada de gran vegetación, no obstante, la vida diaria transcurría agitada y bulliciosa, en el afán rutinario de los oficios, en el activo comercio, los servicios, la producción de bienes básicos y en las actividades sociales y culturales de las élites.


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CONTENIDO
Abstract
Resumen
-Marco teórico
-Estratos sociales de la sociedad urbana
-El poder criollo y su expresión
-El antagonismo criollo-peninsular
-La típica familia señorial
-La religión, los religiosos y los milagros
-La vivienda y la vivencia urbana
-El ejército y la milicia
-Las actividades económicas de la ciudad
-La cultura urbana un matiz de rebeldía contra el orden
-Conclusiones
Referencias bibliográficas

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MARCO TEORICO
El siglo XVIII es un siglo de estabilización y crecimiento poblacional en el Perú y en Hispanoamérica. Se establece un sostenido crecimiento poblacional sobre todo en el último tercio de la centuria, aunque no es posible una precisión por la escasez de datos y cifras. Según Hernández, poblacionalmente puede indicarse que los nacimientos excedieron a las defunciones en un 70 por 100, aunque este enorme excedente no se distribuyó regularmente en toda América hispana. Las condiciones climáticas eran importantes, mientras en las cordilleras y zonas frías y secas, eran favorables, con un menor índice de mortalidad; no lo eran en las tierras bajas húmedas costeras. En el Perú el crecimiento real respecto al vegetativo conservó una relación muy heterogénea, debido a las continuas epidemias, fiebres y enfermedades, guerras o desolaciones, como se decía entonces; mientras el crecimiento real fue de aproximadamente 300 mil habitantes, el crecimiento vegetativo debía alcanzar unos 610,000 habitantes. (Hernández S.B., 1957)

           Según el censo encargado por el Virrey Gil de Taboada en 1792, la población colonial del Perú a fines del siglo, comprendía una cifra total de 1 076,122 habitantes, la mayoría 608,844 eran indígenas u originarios, 244,436 eran mestizos, 81,592 negros esclavos y libertos y 135,755 blancos (más 5,496 clérigos). Otro censo completado en 1795 dio un total mayor: 1 115, 207 habitantes dependiendo el aumento a un crecimiento de la población indígena a 648,615 habitantes. La gran mayoría de los indios y muchos de los mestizos eran habitantes rurales concentrados en poblados agrícolas o mineros de la sierra. Los españoles (criollos y peninsulares) según Fischer, habitaban predominantemente las ciudades y pueblos. Los censos de 1792 y 1795 mostraban que más del 40% de ellos vivía en ciudades como Lima, Cuzco y Arequipa solamente. Otros núcleos se encontraban en centros de administración colonial como Tarma y Trujillo, en centros mineros como Huaylas y Huánuco y en pueblos costeros como Ica y Moquegua. Esta muestra, según Fischer, reflejaba el carácter tradicionalmente urbano de la colonización española de América, muchos de los habitantes de las ciudades eran propietarios rurales europeos y criollos, quienes por razones sociales vivían en centros urbanos, el foco de la sociedad española en el Perú era naturalmente Lima. (Fischer, 1981)

           Puede aceptarse para finales del siglo XVIII y comienzos del XIX la cifra para el Virreinato del Perú, establecida por Humboldt, de 1 400,000 habitantes distribuidos de un modo relativo a un habitante por kilómetro cuadrado. Lima era la gran urbe peruana, en 1791 contaba con una importante población de 52,527 habitantes de los cuales el 45 por ciento eran “castas mixtas”, 32 por ciento eran españoles, 17 por ciento negros y sólo 6 por ciento indios. Este escenario demográfico, en buena parte, puede revelar cómo se organizaba la población y la manera como transcurría la vida urbana en aquellos días. (Hernández S.B., 1957)

ESTRATOS SOCIALES DE LA SOCIEDAD URBANA

           La sociedad virreinal del siglo XVIII como otras de su tiempo, era una sociedad fuertemente jerarquizada y sustentada en la desigualdad, como dicen Tord y Lazo. El ordenamiento económico y social existente entre los miembros conformantes, ponía de manifiesto la presencia de una división social diferenciadora. Aunque resulta difícil precisar los conceptos y clasificaciones sociales tales como grupo, estrato, estamento o casta, se hace evidente la influencia del criterio étnico racial, que reunía y cohesionaba a cada grupo y les distanciaba de los otros. (Tord & Lazo, 1980)

       El carácter estamental de la sociedad, dice Céspedes, se acrecienta gracias a la masiva presencia de indígenas y esclavos africanos, que hace sentirse a los españoles, aún a los más pobres, como superiores a aquellos y en consecuencia, miembros todos de la elite social virreinal. Es interesante, dice Céspedes, el paralelismo de esta actitud con el sentimiento de superioridad que en Europa tenía el cristiano viejo, aun siendo pobre, respecto de los judíos, moriscos y gentes incluso ricas y poderosas pero que no podían preciarse de limpieza de sangre. Desde el inicio de la colonización, aparece espontáneamente un “orden” social que coloca arriba a los europeos (peninsulares, criollos y de alguna forma a la nobleza indígena) sobre mestizos, mulatos, negros libres, esclavos etc. Parecen conformarse dos grandes grupos, en el primero, se pueden ubicar a profesionales, burócratas, empleados y clero secular, incipientes grupos medios urbanos que crecieron gradual pero considerablemente a consecuencia de una mayor demanda de estos profesionales en ciudades cada vez más grandes y complejas; en el segundo grupo, se congregan artesanos, gentes de todos los oficios, empleados menores, junto a mestizos e indígenas citadinos completamente hispanizados. (Céspedes del Castillo, 1985)


EL PODER CRIOLLO Y SU EXPRESION
           Desde mediados de la centuria, los criollos acumulan suficientes recursos económicos y poder como para conformar un grupo fuertemente entramado y una red de relaciones locales, y encumbrarse socialmente. Esto puede observarse muy bien en el acceso cada vez mayor en siglo XVIII de los criollos a cargos de la burocracia virreinal.  Entre 1705 y 1772, los criollos, según Céspedes, sobrepasan el 40% del total de jueces en las Audiencias llegando en algún momento al 60%, si se le suman los peninsulares radicados, puede asegurarse que durante esos años lo criollos tienen la mayoría y si a esa mayoría criolla, se le añade la serie de oficios vendibles y renunciables que habían asegurado en sus manos en todas las ramas de la administración pública, se comprenderá la amplia autonomía que estaban consiguiendo las fuertes oligarquías criollas en la primera y segunda mitad del siglo. (Céspedes del Castillo, 1985)

           Esta es la época de escandalizadas observaciones y denuncias de viajeros y agentes extranjeros, generalmente originarios de países competidores de España y también de investigadores visitantes españoles como Jorge Juan y Antonio de Ulloa, sobre la vida cotidiana y la corrupción de los grupos criollos. Es evidente que, bajo la apariencia de cierta anarquía y agitación política, dice Céspedes, la oligarquía criolla defendía sus fuertes intereses e imponía sus conceptos de orden, seguridad jurídica y administración de fondos públicos. La distribución en Indias de los cargamentos de flotas y mercaderías, en este siglo, se convierte en un categórico monopolio de mercaderes locales. Estos reducidos grupos de familias privilegiadas, logran adquirir los primeros títulos de Castilla en América y por fortuna para sus intereses y aspiraciones, desde el reinado de Felipe IV la concesión de honores y títulos estuvo a la orden del día. (Céspedes del Castillo, 1985)

La culminación en la carrera de un comerciante importante, según Flores Galindo, era casi invariablemente, el ingreso a una orden nobiliaria. En Lima en la segunda mitad del siglo se produce una verdadera inflación de títulos nobiliarios, su número asciende casi verticalmente de 8, durante el quinquenio 1761- 1765, a 53 entre 1786 y 1790 y en el lustro siguiente a 91, desde luego que la pertenencia a una orden nobiliaria, no era incongruente con el comercio y los negocios mercantiles, siempre y cuando no fuese ejercido directamente. En definitiva, según Flores Galindo, el incremento de nobles, alcanza a 161 con aquellos que ingresan a la nueva orden de Carlos III, para la cual el requisito además de la hidalguía, era abonar la alta suma exigida, y es que esa orden se había creado precisamente como un medio para solventar más ingresos a la corona. (Florez Galindo, 1984)

EL ANTAGONISMO CRIOLLO-PENINSULAR
Al crecer el tronco común de la tradición hispana, se divide como un gran árbol con dos ramas, cada vez más separadas, dice Céspedes, así el inmigrante andaluz del siglo XVIII encuentra la sociedad indiana muy diferente a la suya y mucho más el inmigrante del norte español. La diferenciación entre criollos y peninsulares está presente, se mantiene o se confunde, pero nunca desaparece, especialmente a partir de la segunda generación de nacidos en el país. Después de unas dos generaciones, el recuerdo familiar de la ciudad de origen en España pierde carga sentimental en la medida que crece la afinidad y vinculación con la ciudad colonial en la cual vive y se desenvuelve, con su lenguaje coloquial, costumbres modismos, gastronomía y rasgos locales propios. (Céspedes del Castillo, 1985)

           Se produce una gran presencia autorizada por la Corona de emigrantes catalanes, valencianos, aragoneses y otras zonas del norte de España. Entre 1729 a 1780 la emigración es particularmente grande, unas 52 mil personas llegan a América para establecerse. (Hernández S.B., 1957) (Fischer, 1981)

           El estudio de dos legajos de la sección Audiencia de Lima entre 1781-1814 le permite a la investigadora María Rodríguez establecer que entre quienes llegan al Perú, existen individuos que van a cumplir una misión de gobierno o en la administración pública. Entre los emigrantes hay cuatro Intendentes y siete subdelegados de Intendentes, lo que corrobora la idea de la importante afluencia de peninsulares en la burocracia colonial, con lo cual, también se incrementa el descontento y el antagonismo criollo-peninsular. Los criollos que en este siglo gracias a la venta de oficios públicos han acrecentado las filas de la burocracia colonial, se ven bruscamente frenados en este proceso, en tanto los principales puestos de la administración se confían a quienes ya habían acreditado su pericia en la administración en Europa. (Rodríguez Vicente, 1987)

Se confirma una nueva consideración práctica de colonias que la Monarquía quiere dar a los antiguos reinos de ultramar y este cambio va filtrándose por todo el cuerpo social y en consecuencia desde el último cuarto de siglo los “chapetones”, “godos” o “gachupines”, fueron recibidos en América con menos simpatía que nunca, a lo que ellos correspondieron con una actitud de altanería y superioridad que antes no tuvieron. Ese cambio resultó especialmente acentuado y peligroso, dice Céspedes, entre personas de buena formación intelectual y así un peninsular o europeo educado en una universidad reconocida por el pensamiento de la Ilustración había de encontrar anticuada la formación de un criollo conservador anclado en las tradiciones de sus ancestros, mientras para el envanecido criollo, un liberal peninsular debía parecer no solo un sujeto diferente y antipático, sino un extremista. (Céspedes del Castillo, 1985) (Florez Galindo, 1984)

LA TIPICA FAMILIA SEÑORIAL
         Sobreponiéndose al grupo familiar consanguíneo, dicen Tord y Lazo, se desarrolló en las ciudades una organización social doméstica de mayores dimensiones que podría ser caracterizada como “familia amplificada”. Esta pequeña comunidad familiar virreinal que parecía haberse congelado en el renacimiento europeo, fue el resultado del carácter personal de las relaciones sociales imperantes y muy útil para el ejercicio del orden económico y social virreinal. Comprendía al margen de los padres e hijos del legítimo matrimonio, al conjunto de los criados, tanto plebeyos como siervos y esclavos que se hallaban adscritos a la casa del señor. Entre el jefe del hogar y los “familiares” clientes se establecía en teoría un lazo de recíprocos deberes. Los allegados, dicen Tord y Lazo, quedaban obligados al fiel y buen servicio en las funciones que se les hubiese asignado. (Tord & Lazo, 1980)

           La familia del allegado a fuerza de costumbre, se convierte en el núcleo social a partir del cual se introduce la disciplina que el orden impuesto por la sociedad lo requiere. Los progenitores en general y el padre en especial, debido a la falta de escuelas y maestros para la población, terminan siendo como dicen Tord y Lazo, los mejores maestros de fidelidad y dependencia entre las generaciones previas y siguientes, puesto que dentro de la familia el padre representaba la figura y potestad de los señores, mientras la madre y los hijos asumían el papel de servidores o siervos. (Tord & Lazo, 1980)

          La familia señorial virreinal típica contaba también con una dependencia muchas veces voluntaria de artesanos, trabajadores u operarios. Esta aceptación era indispensable en una sociedad donde los señores eran los compradores y consumidores más seguros y habituales. De esta manera como un medio de asegurar la concurrencia de una distinguida clientela a sus talleres, muchos artesanos admitían ser llamados o se consideraban a sí mismos como pertenecientes a tal o tales casas o familias aristocráticas o señoriales. Con el solo uso de sus servicios los grandes señores sabían que patrocinaban y protegían a sus maestros y estos a cambio quedaban obligados a servirles con esmero y prontitud y por añadidura a bajos precios. Con este mismo criterio los españoles y criollos pobres, aceptaban vincularse como servidores y lejanos parientes y en caso de las mujeres como damas de compañía, en la ficción o formalismo de un parentesco de prima o pariente lejana de la señora. Era una cristiana y eficiente manera de protección social paternalista y un capital social añadido para estas mujeres respecto de los otros grupos y castas. En todo caso, antes de convertirse en sirvientas o criadas, preferían dedicarse, mediante una velada cercanía parental, a trabajos y quehaceres de costura, bordado, tejido, preparación de perfumes y dulces, confección de objetos de plumas y otros distintos oficios que podrían ser mejor considerados como honorables y dignos. (Tord & Lazo, 1980)

LA RELIGION, LOS RELIGIOSOS Y LOS MILAGROS
           La religión aunque esencial fuente de moral y ética de la población, era también un elemento necesario en una sociedad colonial marcada por el providencialismo que era apoyado desde todos los estratos sociales y por todas las actividades y ocupaciones. Dentro de este ambiente, los monasterios y conventos cumplían, según Tord y Lazo, la función de mostrar al pueblo una fisonomía de ejemplar existencia mancomunada. No obstante, en los conventos y monasterios en realidad se reproducían las mismas diferencias y tensiones sociales que se daban en la vida de la calle. Dentro de ellos hacían vida en común tanto religiosos que pertenecían a los grupos nobles y gobernaban generalmente la institución, como representantes de los grupos populares, quienes derivaban en hermanos y “legos” a cargo de menesteres de menor importancia. En una situación aún inferior se ubicaban los esclavos o criados seculares pertenecientes a la comunidad de castas en calidad de servidumbre de frailes y monjas adinerados. Antonio de Ulloa y Jorge Juan en su "Relación" calcularon que la población conventual general y de conventos femeninos en especial bien podrían formar pequeñas ciudades dado el alto número de personas que albergaban. La reproducción en pequeño de la sociedad era tal que, cuando se buscaba elegir algún provincial, superiora u otro cargo dirigencial, se formaban banderías y campañas partidaristas donde se ponían en juego prestigios sociales y no pocas veces importantes beneficios económicos. (Tord & Lazo, 1980)(Florez Galindo, 1984)

        En contraste con aquella extendida práctica social señorial en los conventos, hubo también muchos religiosos de diversos estratos que personificaron ejemplarmente “la vida de cristiana servidumbre” y piadosa dedicación, personajes virtuosos, excepcionales, varios canonizados más tarde, que idealizaron con su conducta el pobre vivir que plebeyos, siervos y esclavos sobrellevaban diariamente. Las noticias sobre hechos milagrosos pasaban a formar parte de la tradición popular, los eventos de los santos se difundían rápidamente por los sectores más pobres, incidían con fuerza inusitada en la memoria de las gentes en parte debido a la conciencia religiosa que los inspiraba, por la seguridad que rodeaba sus vidas y también por la impresión que alcanzaba en ellos la prédica y la intensa actividad religiosa. La presencia de los santos sobre todo en las grandes ciudades como Lima, sosegaba a la población mas necesitada, mejorando su condición, consolándola de sus males, aunque de paso, sin intención, afirmaba el orden social existente. (Tord & Lazo, 1980)(Florez Galindo, 1984)

LA VIVIENDA Y LA VIVENCIA URBANA
           Desde la llegada de los viajeros al puerto del Callao podía verse la extrema aridez de la tierra costera peruana a pesar de la notable niebla que rodeaba el ambiente. Los medios de locomoción para llegar a Lima a una distancia de diez kilómetros eran escasos y poco frecuentes. Las calles del Callao estaban pavimentadas con guijarros o piedras rodadas y las casas estaban pintadas con suaves colores. A un kilómetro del Callao en la vía a Lima, se levantaba una cruz a la orilla del camino, poco más allá había una estatua de Nuestra Señora del Carmelo, erigida a mitad de camino entre el Callao y Lima, en el lugar llamado La Legua, que estaba a una legua del Callao y a una de Lima. Por esa zona la ciudad cambiaba de aspecto, comenzaban a aparecer campos de maíz y alfalfa, los árboles aparecían en mayor número. Ya en la ciudad, la calesa o el carruaje cruzaba el puente del Callao sobre el río Rímac, atravesaba un enorme pórtico adornado de grandes molduras de estuco, tomando la calle de los mercaderes, la calle comercial de Lima, se llegaba a la plaza mayor donde los viajeros terminaban el viaje. La Ciudad de los Reyes establecida en un valle pequeño rodeado de desierto, era hacia mediados del siglo XVIII, una ciudad bucólica y campesina rodeada de árboles frutales y ornamentales, más semejante a un bosque que a una ciudad, una verdadera ciudad jardín. Detrás de ese cinturón verde, la ciudad crecía llena de vitalidad, expresando un carácter sevillano o sur peninsular muy notorio, que sorprendía a los visitantes. El clima templado y húmedo, con un cielo gris continuo y sin lluvias en todas las épocas del año, destacaba en una vida escéptica, indolente y perezosa, ya descrita por el ilustrado Unanue y también por el historiador Porras Barrenechea. Las calles aparecían anchas, rectas, muchas pavimentadas y cortadas perpendicularmente según el plano de cuadrícula. A falta de lluvias, canales de irrigación y acueductos, muchos de ellos cubiertos, llevaban el agua destinada a viviendas y al riego de huertas y jardines. (Descola, 1962) (Hurtado Váldez, 2005)

           Las calles se cortaban en ángulo recto, cada cien metros, formando manzanas de dimensiones semejantes, cuadrados y rodeados por cuatro calles. Cada uno de estos cuadrados, dice Descola, correspondía a una sección de la calle o cuadra, cada manzana quedaba formada por cuatro cuadras. Varias manzanas formaban un barrio, los cuales a su vez componían un distrito, cuarta o cuartel. En tiempos de la Perricholi, Lima se componía de cuatro cuartas, treinta y cinco barrios, doscientas nuevas manzanas, trescientos cincuenta calles y ocho mil doscientos veintidós “puertas de casa”, es decir casas habitación. Además de la Plaza de armas, Lima contaba con treinta y dos plazas, cuya mayoría estaban situadas enfrente de las iglesias, cuyos nombres llevaban. (Descola, 1962)

           Las amplias casonas limeñas de la élite, dice Flores Galindo, estaban adornadas con muebles valiosos, lienzos y espejos con grandes marcos dorados y abundante platería producto de la producción nacional. Las habitaciones eran muy altas y anchas en la tradición de la casa solariega levantina peninsular, se disponían alrededor de un gran patio central rectangular, mientras en la parte posterior había un segundo patio. En dirección opuesta al viento se hallaban los cuartos de los esclavos. Las dos secciones de la casa quedaban separadas y comunicadas a la vez por un angosto callejón. La biblioteca y los carruajes completaban el mobiliario de la casa. Su extensión ideal era de 1200 varas cuadradas, pero más allá de su amplitud interior, otros rasgos distintivos de estas casonas dieciochescas fueron las paredes exteriores altas y sin ornamentos, los balcones y las ventanas enrejadas. A mediados del siglo se desarrolla una actividad artesanal de amplia demanda, quizás por la destrucción a partir del terremoto de 1746 en la fundición y manufactura de hierro y bronce. Mamparas y ventanales de rejas de hierro interiores y exteriores, se construyeron por miles, en tal magnitud que fácilmente podría llamarse a Lima la ciudad de las rejas. Ellas cumplían la función de separar con nitidez a la aristocracia y cuya vida familiar transcurría con más frecuencia en las salas y comedores interiores, mientras la mayoría de gentes desarrollaba su vida en plazas y calles. (Florez Galindo, 1984)

A pesar de su bella alineación, las calles de Lima ofrecían algunos inconvenientes como el polvo, las molestias de la circulación de calesas y carruajes, el ruido, la aglomeración de vendedores ambulantes y los mendigos. Jorge Juan y Ulloa manifestaban que en algunas zonas: “el tráfico constante de recuas cargadas de mercancías, terminaban por cubrir las calles de estiércol, que el sol y el viento secaban y transformaban en polvo desagradable. Media ciudad andaba en coche…”. Carrozas y calezas solían estar doradas y ricamente adornadas de modo que solían valer de ochocientos a mil pesos, a pesar de lo cual había en Lima de 5 a 6 mil, sin contar las carrozas de mucho más lujo. (Descola, 1962)

EL EJERCITO Y LA MILICIA
           El siglo XVIII, dice Vega, contempló el surgimiento de un verdadero ejército virreinal profesional. Fue su causa la multiplicación de las conjuras rebeldes especialmente andinas y el afianzamiento de una conciencia patriótica neo-Inca en diversos grupos sociales quechuas. En el siglo anterior solo había apenas algunas compañías o milicias que resguardaban la plaza del Callao y otras pocas que tenían a su cargo la guardia del Virrey. De las milicias de Lima, dice Mendiburu, solo gozaban de sueldo unos cuantos oficiales. Las fuerzas de seguridad o fuerzas armadas, según Vega, se organizaban eventualmente para contrarrestar peligros solo cuando estos surgían. La situación empezaría a cambiar con el ascenso al poder del Virrey Manso de Velasco. En Lima la evidencia de un ejército regular, comenzó a notarse promediando el siglo. Sin contar a la oficialidad estaban sobre las armas un total de 4150 efectivos, 2998 de infantería y 1152 de caballería. Existía también el Batallón de Milicias de la ciudad de Lima formado por 1152 hombres divididos en doce compañías representantes de otros tantos barrios de la ciudad, muy organizados y eficientes en tiempos de apremio. (Vega, 1981)

Mayor adelanto lograrían las fuerzas armadas durante el gobierno del Virrey Manuel Amat y Junient, la declaratoria de guerra hecha por España a Portugal y Gran Bretaña proclamada en el Perú el 3 de noviembre de 1762, valió para que Amat pusiese en ejecución su proyecto de militarización del país. En 1766 aprobó un reglamento y se comenzó a entrenar a las tropas. Más tarde dice Vega, el Virrey Jáuregui destinaría una gran propiedad ubicada en la plazuela Santa Catalina para el cuartel de caballería; y para el alojamiento de los batallones, el local del Colegio Real de San Felipe que perteneciera a los jesuitas. En 1739 se declaró la guerra entre España e Inglaterra, el marqués de Villagarcía que gobernaba el Perú, organizó un programa para proteger para proteger las costas. La guarnición del Callao aumentó sus efectivos a doce mil hombres. Entre 1740 y 1741 Chagres y Portobelo fueron asaltadas por los ingleses, el almirante británico Vernon intentó luego tomar Cartagena, aunque fue rechazado por las fuerzas locales de tierra y mar. En el Pacífico, el inglés George Anson atacó furiosamente las costas peruanas, situándose frente al Callao, sin grandes consecuencias. (Vega, 1981)

El 25 de septiembre de 1779 se proclamó en el Perú la reanudación de la guerra hispano-inglesa, llamó entonces el Virrey Guirior un reclutamiento general sin excepción de esclavos, amenazando con someter a esclavitud a los pardos y morenos libres que no cumpliesen el llamado. Se ordenó el acuartelamiento permanente y fue incrementada la fabricación de pólvora, armas y municiones. En esto trabajaba el Virrey cuando se desató la Revolución tupamarista y entonces sus esfuerzos debieron también dedicarse a la pacificación del movimiento andino. (Vega, 1981)

Escasa de población europea y de tropas disponibles, la Corona española en la protección de sus dominios, racionalizó de manera efectiva sus fuerzas, siempre con la participación de las comunidades y fuerzas locales. Comentando esta particularidad, dice Toynbee: “el Imperio español mantuvo sus fronteras como el Imperio romano, con un número mínimo de soldados. Esto hace mucho al crédito de estos dos imperios, pues en cualquier sociedad, el porcentaje de los soldados en la población está en relación inversa al grado de civilización”. (Bacacorzo, 1972) (Fischer, 1981) (Descola, 1962)

LAS ACTIVIDADES ECONOMICAS DE LA CIUDAD
           El monopolio comercial, según Flores Galindo, convirtió a Lima en la sede de un poderoso grupo de comerciantes vinculados a familias de la aristocracia metropolitana o a casas mercantiles españolas que se dedicaron a las actividades de importación y de exportación de mercaderías de alta demanda. Inicialmente se iniciaron como “cargadores”, sin negar la importancia de Cádiz, los nuevos comerciantes, como el conjunto del alto segmento económico peruano, crecieron al compás de las migraciones procedentes del país vasco-navarro; de allí vendrían los Elizalde, Castañeda, Ramírez de Arellano, Izcue, Mendiburu, Ferrer, Abadía, Larreta, etc. Todo esto fue expresión de un movimiento migratorio más vasto. De los pasajeros que pasaron al Perú entre 1787 y 1814, el 70% procedían de las provincias del norte de España, incluidas Cataluña, País Vasco, Aragón y Galicia. Con el paso del tiempo el comercio limeño acabó bajo control de esos migrantes de primera o segunda generación. (Florez Galindo, 1984)

           El hecho urbano más importante fue la reconstrucción de la ciudad de Lima, arrasada por el terrible terremoto de 1746, no obstante, el esplendor mercantil tuvo también, según Flores Galindo, otras expresiones mensurables, así, se produce un cambio de fisonomía de la ciudad cuando Lima se extiende a las 400 hectáreas. Se elevaron nuevas construcciones, como la Plaza de toros (1768) con capacidad para 25 mil espectadores o el Paseo de Aguas (1773), aparecieron los primeros cafés a semejanza de Francia, entre otras novedades, signos de una vida urbana que se renovaba rápidamente. Después del terremoto, siguiendo el consejo de técnicos y urbanistas, la ciudad de piedra y ladrillo fue reemplazada por nuevas construcciones construidas con caña de Guayaquil y adobe, materiales menos apreciados socialmente, pero más resistentes a los movimientos sísmicos. Lima en este siglo era evidentemente el más importante mercado y centro comercial del Virreinato, con la introducción de las tramitaciones para acelerar la circulación comercial, las ventas corren a cargo ya sea de los tenderos o de los llamados cajoneros o callejeros. En cualquier cajón, dice Flores, podían encontrarse los más diversos productos: fierro, alambre, martillos, ropa y porcelana francesa, yerba del Paraguay, te, café, aguardiente y libros. Una variedad similar se hallaba en las pulperías, en contraste los tambos tendían a especializarse en vinos y aguardientes. Al igual que en otros casos, los grandes comerciantes limeños no mantenían relaciones directas con los pequeños comerciantes, sino que recurrían a intermediarios llamadores Corredores. Según informaciones que consigna Flores Galindo, en Lima fueron censadas 287 pulperías, 48 abastecedores y 60 fabricantes, un número indeterminado de panaderos y molineros, los cuales formaban las capas sociales medias. En estos grupos medios se incluían también medianos propietarios de los valles cercanos a Lima, los artesanos, labradores (más de 300), la burocracia compuesta por más de 400 empleados, los médicos (21), abogados (91), estudiantes universitarios (366), cirujanos (56), notarios (13), escribanos (58), periodistas, entre otros. (Florez Galindo, 1984)

           Todo el ciclo comercial y mercantil del Perú giraba en torno a la partida y regreso de la Armada que transportaba la plata, principal producto exportable del virreinato. La época de embarque estaba en estrecha correspondencia de la llegada a Lima de los metales preciosos procedentes de la zona minera del Alto Perú. La molienda del mineral se realizaba mediante la fuerza hidráulica que estaba en conexión a las lluvias estacionales. Hasta los meses de mayo y junio no podían conducirse los caudales a la ciudad de los Reyes. Mientras llegaban y se organizaban los complicados trámites y preparativos, no era posible que la salida de navíos se verificase antes de octubre o noviembre. De Lima a Panamá la navegación se hacía aprovechando la corriente marina costera o corriente de Humboldt y duraba si no había problemas aproximadamente de un mes. Después pasaban el itsmo y en Portobelo tenía lugar el intercambio de la plata peruana por las mercancías de la Metrópoli. En la segunda mitad del siglo, este eficiente sistema de flotas y galeones vigente desde Felipe II, entró en crisis por causa entre otras del extendido contrabando, y que finalmente puso fin al sistema en 1742. Y aunque este hecho sería el comienzo de la decadencia comercial de Lima, no obstante, la ciudad pudo mantener su poder y prestigio hasta inicios del siguiente siglo. (Rodríguez Vicente, 1987) (Vargas Ugarte, 1966)

LA CULTURA URBANA UN MATIZ DE REBELDÍA CONTRA EL ORDEN

El siglo XVIII fue el siglo de las reformas, apenas se inicia, tiene lugar un cambio de gran trascendencia: la corona de España pasa de la dinastía austriaca a la borbónica y como era natural la influencia francesa se deja sentir en la península y en América. (Vargas Ugarte, 1966)

En este siglo todo cambió favorablemente para la cultura y la ciencia. No solo la presencia de franceses en los altos cargos españoles, sino la evolución causada por el más continuo tráfico de extranjeros y la merma de autoridad de las órdenes religiosas, como la del Santo Oficio, así como el progreso intelectual en todos los aspectos, significaron numerosas medidas de liberalidad y tolerancia, que favorecieron el desarrollo de diversas actividades culturales en la ciudad. No olvidemos que estamos en el siglo de las luces y de la Ilustración. Si la dinastía borbónica había devuelto a la península el fervor por la cultura, los coloniales debían seguirles para no quedarse a la zaga, de esta manera autoridades y personajes locales importantes se convirtieron en impulsores de la cultura y la ciencia. (Sánchez, 1973) (Florez Galindo, 1984) (Bacacorzo, 1972)

Algún influjo, debieron tener las noticias sobre la Independencia de los Estados Unidos, cuando la llegada de buques, desde esa parte del mundo se hicieron más frecuentes. Mayor repercusión tuvo la Revolución francesa puesto que en la misma capital del Virreinato, circulaban en 1794 pasquines en los cuales se vivaba la revolución y las libertades ciudadanas. Autores franceses como Montesquieu, Liguet, Raynal, Marmontel, Diderot, Legros, Voltaire y otros enciclopedistas, no eran raros en Lima, con la inmediata alarma y preocupación del Tribunal del Santo Oficio. Los “Edictos” impresos a partir de 1791, incluyen ya una serie de obras de esta clase, a las cuales se ordena el decomiso. Otro elemento cultural y político importante, dice Vargas Ugarte, es el afianzamiento del Nacionalismo y el renacimiento del localismo, una corriente que surgía también en algunas partes de Europa, pero que en las ciudades coloniales tomaba un matiz de desorden e insubordinación. Ya los marinos Antonio de Ulloa y Jorge Juan, percibieron la animadversión que existía de parte de los criollos frente a los peninsulares, por el solo hecho de haber nacido y crecido en América. El influjo de las Nuevas Ideas como se decía entonces, no estaba ausente en las ciudades coloniales. En 1782 se fijó en la puerta de la Iglesia de Santa Catalina de Arequipa, un impertinente pasquín dirigido al Rey en el cual se decía: ¿Por qué señor no averiguas/ A quienes das los empleos?/ Si hombres indignos envías/ ¿Quieres que se pierda el reino? (Vargas Ugarte, 1966) (Bacacorzo, 1972) (Florez Galindo, 1984)

           En las ciudades americanas, el siglo XVIII es definitivamente un siglo cultural y de fundaciones de instituciones culturales y científicas. Así, se funda la Escuela de Minería de México en 1792 con catedráticos tan importantes como los españoles Fausto de Elhuyar (1757-1833) descubridor del tungsteno y Andrés del Río (1765-1849) descubridor del vanadio. En este siglo se establecen también las primeras bibliotecas públicas. Las listas de obras remitidas de Europa a los libreros locales, según Henríquez Ureña, abarcan la mayor variedad concebible de títulos y asuntos y las cantidades eran extraordinarias. De esta manera, en 1785 una sola remesa de libros recibida en el Callao sumaba 37,612 volúmenes. Muchos libros como la Encyclopedie, y obras de Bacon, Descartes, Copérnico, Leibniz, Rousseau etc, se mantuvieron en circulación secreta pese a que el gobierno las consideraba peligrosas y estaba prohibida su lectura. En Lima entre los grupos intelectuales, era corriente aprender el francés, funcionaban ya habitualmente seis importantes imprentas y se inicia la publicación de la “Gazeta de Lima” en 1743, también el primer periódico cotidiano de la América Española, el “Diario erudito económico y comercial” de Lima, en 1790 y el famoso “Mercurio peruano” desde 1791. Se difundía un extraordinario interés en la ciencia y en todos los países de América aparecen hombres dedicados a su estudio y que leen todo cuanto de utilidad se produce en Europa como también producen trabajos que fueron contribuciones útiles para la constitución de la ciencia moderna universal. (Henríquez Ureña, 1947)

           La sociedad virreinal a pesar los periodos de fuertes crisis económicas y sociales era una sociedad muy segura y estable que mostraba un modo de vida indolente y despreocupado, a veces con breves muestras de abundancia para todos y también ostentaciones y grandes lujos para algunos. Antes del gran sismo de 1746, Lima era una ciudad construida en piedra y ladrillo, después tuvo que resignarse muy a su pesar a las construcciones más modestas de adobe y quincha nativa, pero más resistentes a los movimientos sísmicos. Estos eran tiempos de bonanza económica que hacía propicia la buena vida y las celebraciones masivas. Lima se había recuperado del sismo que la había dejado en ruinas, los nefastos días de la desgracia, volvieron con mayores energías a los sibaritas de la vida cortesana, puesto que la destrucción impuso el estilo barroco francés, el cual, según Gavidia Silva, le devolvió la alegría, la elegancia y la sofisticación a una ciudad de refinado estilo de vida. (León y León 1990, pp. 9-10) (Macera, 1976)

           Las láminas y estampas del Obispo Martínez Compañón, entre otras de la época, algunas de mucha ingenuidad, pueden darnos una imagen cercana de las costumbres de una urbe colonial del siglo XVIII. Aparecen allí, las modas afrancesadas que usaban no pocos criollos, el lujo de los vestidos de la mujer con las infaltables sayas o mantos, también se puede apreciar la reducida población indígena urbana, en sus labores de transporte y carga de mercaderías, con sus largos cabellos y trajes blancos a modo de faldillas, y algunos mestizos e indígenas aculturados, con indumentaria a la usanza europea, aunque con mayor colorido. (López Serrano, 1976)

           Amedee Frezier el prejuicioso viajero y agente francés de la época, compone una imagen de Lima que luego haría común a otros viajeros europeos, respecto de la riqueza de los jesuitas, abundancia de esclavos, pobres vergonzantes, la amplitud de las casas señoriales y las viviendas de gentes menos pudientes, las calles rectas que terminaban en el campo, entre otras observaciones. De la ciudad, Frezier anotó la mezcla de lo sagrado y lo profano y criticó la relajación de los sacerdotes en los monasterios. En cuanto a los criollos, el viajero los encontró sobrios en el vino y repulsivos en el comer (asistió a un ocasional bocadillo o “piqueo” y lo tomó por uso corriente) así como corrompidos por la ostentación y la lujuria. La credulidad popular, las metáforas extravagantes de los predicadores, los largos cantos religiosos, las muchas supersticiones, la arquitectura y los vestidos, completan su imagen que, a pesar de sus errores y defectos, lograron influencia importante en la información y literatura europeas, que después y por dilatado tiempo, trataron sobre las ciudades coloniales americanas. (Macera, 1976) (Tord & Lazo, 1980)

CONCLUSIONES
- El siglo XVIII experimenta un sostenido crecimiento general de la población urbana, aunque no de manera homogénea o proporcional en todos los grupos étnicos y sociales.

- La sensación de paz social y seguridad general a pesar de la eventual agitación de ciertas élites intelectuales, es una constante en la vida de las ciudades.

- La sociedad virreinal urbana del siglo XVIII como otras de su tiempo, era una sociedad fuertemente jerarquizada y estratificada, sustentada en la desigualdad y en la división étnico-social diferenciadora.

- La diferenciación entre criollos y europeos peninsulares está presente en la vida urbana, especialmente a partir de la segunda mitad del siglo XVIII, una tendencia que establece una distancia y antagonismo entre los ideales e intereses de ambos grupos.

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REFERENCIAS BIBLIOGRAFICAS


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Flórez Galindo, A. (1984). Aristocracia y plebe. Lima 1760-1830 (Estructura de clases y sociedad colonial). Lima: Mosca Azul.
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