URBAN DAILY LIFE IN COLONIAL PERU OF THE XVIII
CENTURY: BRIEF NOTES ABOUT LIMA
AUTOR:
ROMULO GUSTAVO RUIZ DE CASTILLA
cronicasglobales.blogspot.com
email:gusruizd@gmail.com
ORCID: 0000-0002-0601-8864
Se puede reproducir citando autor y fuente
ABSTRACT
Peruvian
society in the 18th century remained in an apparent general social peace, a pax
hispanica marked by state regulations and popular religiosity, a
tranquility only interrupted by the arrival and departure of ships, some
political upheavals, epidemics and coastal attacks of European rivals of the
metropolis. Lima, like other American cities, was towards the middle of the century,
a country and town city, surrounded by vegetation, however, daily life was
hectic and bustling, in the routine of small trades, services, the production
of goods basic, and in the social and cultural activities of the elites.
RESUMEN
La vida cotidiana peruana del
siglo XVIII se mantenía en una aparente paz social general, una pax hispanica
marcada por las regulaciones estatales y la religiosidad popular, tranquilidad sólo
interrumpida por la llegada y salida de los barcos, las agitaciones políticas
ilustradas, las epidemias y los ataques costeros de los adversarios europeos de
la Metrópoli. Lima como otras ciudades americanas, era hacia mediados del
siglo, una ciudad de apariencia campestre y aldeana, rodeada de gran vegetación,
no obstante, la vida diaria transcurría agitada y bulliciosa, en el afán
rutinario de los oficios, en el activo comercio, los servicios, la producción de
bienes básicos y en las actividades sociales y culturales de las élites.
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CONTENIDO
Abstract
Resumen
-Marco
teórico
-Estratos
sociales de la sociedad urbana
-El
poder criollo y su expresión
-El
antagonismo criollo-peninsular
-La
típica familia señorial
-La
religión, los religiosos y los milagros
-La
vivienda y la vivencia urbana
-El
ejército y la milicia
-Las
actividades económicas de la ciudad
-La cultura urbana un matiz de rebeldía
contra el orden
-Conclusiones
Referencias
bibliográficas
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MARCO TEORICO
El siglo XVIII es
un siglo de estabilización y crecimiento poblacional en el Perú y en Hispanoamérica.
Se establece un sostenido crecimiento poblacional sobre todo en el último
tercio de la centuria, aunque no es posible una precisión por la escasez de
datos y cifras. Según Hernández, poblacionalmente puede indicarse que los
nacimientos excedieron a las defunciones en un 70 por 100, aunque este enorme
excedente no se distribuyó regularmente en toda América hispana. Las
condiciones climáticas eran importantes, mientras en las cordilleras y zonas
frías y secas, eran favorables, con un menor índice de mortalidad; no lo eran
en las tierras bajas húmedas costeras. En el Perú el crecimiento real respecto
al vegetativo conservó una relación muy heterogénea, debido a las continuas epidemias,
fiebres y enfermedades, guerras o desolaciones, como se decía entonces; mientras
el crecimiento real fue de aproximadamente 300 mil habitantes, el crecimiento
vegetativo debía alcanzar unos 610,000 habitantes. (Hernández S.B., 1957)
Según el censo encargado por el Virrey Gil de Taboada en
1792, la población colonial del Perú a fines del siglo, comprendía una cifra
total de 1 076,122 habitantes, la mayoría 608,844 eran indígenas u originarios,
244,436 eran mestizos, 81,592 negros esclavos y libertos y 135,755 blancos (más
5,496 clérigos). Otro censo completado en 1795 dio un total mayor: 1 115, 207
habitantes dependiendo el aumento a un crecimiento de la
población indígena a 648,615 habitantes. La gran mayoría de los indios y muchos
de los mestizos eran habitantes rurales concentrados en poblados agrícolas o
mineros de la sierra. Los españoles (criollos y peninsulares) según Fischer,
habitaban predominantemente las ciudades y pueblos. Los censos de 1792 y 1795
mostraban que más del 40% de ellos vivía en ciudades como Lima, Cuzco y
Arequipa solamente. Otros núcleos se encontraban en centros de administración
colonial como Tarma y Trujillo, en centros mineros como Huaylas y Huánuco y en
pueblos costeros como Ica y Moquegua. Esta muestra, según Fischer, reflejaba el
carácter tradicionalmente urbano de la colonización española de América, muchos
de los habitantes de las ciudades eran propietarios rurales europeos y criollos,
quienes por razones sociales vivían en centros urbanos, el foco de la sociedad
española en el Perú era naturalmente Lima. (Fischer, 1981)
Puede aceptarse para finales del siglo XVIII y comienzos
del XIX la cifra para el Virreinato del Perú, establecida por Humboldt, de 1
400,000 habitantes distribuidos de un modo relativo a un habitante por kilómetro
cuadrado. Lima era la gran urbe peruana, en 1791 contaba con una importante
población de 52,527 habitantes de los cuales el 45 por ciento eran “castas
mixtas”, 32 por ciento eran españoles, 17 por ciento negros y sólo 6 por ciento
indios. Este escenario demográfico, en buena parte, puede revelar cómo se
organizaba la población y la manera como transcurría la vida urbana en aquellos
días. (Hernández S.B., 1957)
ESTRATOS
SOCIALES DE LA SOCIEDAD URBANA
La sociedad virreinal del siglo
XVIII como otras de su tiempo, era una sociedad fuertemente jerarquizada y sustentada en la desigualdad, como dicen Tord y Lazo. El ordenamiento económico y social existente entre los miembros conformantes, ponía
de manifiesto la presencia de una división social diferenciadora. Aunque
resulta difícil precisar los conceptos y clasificaciones sociales
tales como grupo, estrato, estamento o casta, se hace evidente la influencia del
criterio étnico racial, que reunía y cohesionaba a cada grupo y les distanciaba
de los otros. (Tord & Lazo, 1980)
El carácter estamental de la sociedad, dice Céspedes, se
acrecienta gracias a la masiva presencia de indígenas y esclavos africanos, que
hace sentirse a los españoles, aún a los más pobres, como superiores a aquellos
y en consecuencia, miembros todos de la elite social virreinal. Es interesante, dice
Céspedes, el paralelismo de esta actitud con el sentimiento de superioridad que
en Europa tenía el cristiano viejo, aun siendo pobre, respecto de los judíos,
moriscos y gentes incluso ricas y poderosas pero que no podían preciarse de
limpieza de sangre. Desde el inicio de la colonización, aparece espontáneamente
un “orden” social que coloca arriba a los europeos (peninsulares, criollos y de
alguna forma a la nobleza indígena) sobre mestizos, mulatos, negros libres,
esclavos etc. Parecen conformarse dos grandes grupos, en el primero, se pueden
ubicar a profesionales, burócratas, empleados y clero secular, incipientes
grupos medios urbanos que crecieron gradual pero considerablemente a
consecuencia de una mayor demanda de estos profesionales en ciudades cada vez más
grandes y complejas; en el segundo grupo, se congregan artesanos, gentes de
todos los oficios, empleados menores, junto a mestizos e indígenas citadinos completamente hispanizados. (Céspedes del Castillo, 1985)
EL PODER CRIOLLO Y SU
EXPRESION
Desde mediados de la centuria, los criollos acumulan
suficientes recursos económicos y poder como para conformar un grupo
fuertemente entramado y una red de relaciones locales, y encumbrarse
socialmente. Esto puede observarse muy bien en el acceso cada vez mayor en
siglo XVIII de los criollos a cargos de la burocracia virreinal. Entre 1705 y 1772, los criollos, según
Céspedes, sobrepasan el 40% del total de jueces en las Audiencias llegando en
algún momento al 60%, si se le suman los peninsulares radicados, puede
asegurarse que durante esos años lo criollos tienen la mayoría y si a esa
mayoría criolla, se le añade la serie de oficios vendibles y renunciables que
habían asegurado en sus manos en todas las ramas de la administración pública,
se comprenderá la amplia autonomía que estaban consiguiendo las fuertes oligarquías
criollas en la primera y segunda mitad del siglo. (Céspedes del Castillo, 1985)
Esta es la época de escandalizadas observaciones y denuncias
de viajeros y agentes extranjeros, generalmente originarios de países
competidores de España y también de investigadores visitantes españoles como
Jorge Juan y Antonio de Ulloa, sobre la vida cotidiana y la corrupción de los
grupos criollos. Es evidente que, bajo la apariencia de cierta anarquía y
agitación política, dice Céspedes, la oligarquía criolla defendía sus fuertes intereses e imponía sus conceptos
de orden, seguridad jurídica y administración de fondos públicos. La
distribución en Indias de los cargamentos de flotas y mercaderías, en este
siglo, se convierte en un categórico monopolio de mercaderes locales. Estos
reducidos grupos de familias privilegiadas, logran adquirir los primeros
títulos de Castilla en América y por fortuna para sus intereses y aspiraciones,
desde el reinado de Felipe IV la concesión de honores y títulos estuvo a la
orden del día. (Céspedes del Castillo, 1985)
La culminación en
la carrera de un comerciante importante, según Flores Galindo, era casi
invariablemente, el ingreso a una orden nobiliaria. En Lima en la segunda mitad
del siglo se produce una verdadera inflación de títulos nobiliarios, su número
asciende casi verticalmente de 8, durante el quinquenio 1761- 1765, a 53 entre
1786 y 1790 y en el lustro siguiente a 91, desde luego que la pertenencia a una
orden nobiliaria, no era incongruente con el comercio y los negocios
mercantiles, siempre y cuando no fuese ejercido directamente. En definitiva,
según Flores Galindo, el incremento de nobles, alcanza a 161 con aquellos que
ingresan a la nueva orden de Carlos III, para la cual el requisito además de la hidalguía, era abonar la alta suma exigida, y es que esa orden se había
creado precisamente como un medio para solventar más ingresos a la corona. (Florez
Galindo, 1984)
EL ANTAGONISMO
CRIOLLO-PENINSULAR
Al crecer el
tronco común de la tradición hispana, se divide como un gran árbol con dos
ramas, cada vez más separadas, dice Céspedes, así el inmigrante andaluz del
siglo XVIII encuentra la sociedad indiana muy diferente a la suya y mucho más
el inmigrante del norte español. La diferenciación entre criollos y
peninsulares está presente, se mantiene o se confunde, pero nunca desaparece,
especialmente a partir de la segunda generación de nacidos en el país. Después
de unas dos generaciones, el recuerdo familiar de la ciudad de origen en España
pierde carga sentimental en la medida que crece la afinidad y vinculación con
la ciudad colonial en la cual vive y se desenvuelve, con su lenguaje coloquial,
costumbres modismos, gastronomía y rasgos locales propios. (Céspedes del Castillo, 1985)
Se produce una gran presencia autorizada por la Corona de
emigrantes catalanes, valencianos, aragoneses y otras zonas del norte de
España. Entre 1729 a 1780 la emigración es particularmente grande, unas 52 mil
personas llegan a América para establecerse. (Hernández S.B., 1957) (Fischer,
1981)
El estudio de dos legajos de la sección Audiencia de Lima
entre 1781-1814 le permite a la investigadora María Rodríguez establecer que
entre quienes llegan al Perú, existen individuos que van a cumplir una misión
de gobierno o en la administración pública. Entre los emigrantes hay cuatro Intendentes
y siete subdelegados de Intendentes, lo que corrobora la idea de la importante
afluencia de peninsulares en la burocracia colonial, con lo cual, también se
incrementa el descontento y el antagonismo criollo-peninsular. Los criollos que
en este siglo gracias a la venta de oficios públicos han acrecentado las
filas de la burocracia colonial, se ven bruscamente frenados en este proceso, en
tanto los principales puestos de la administración se confían a quienes ya
habían acreditado su pericia en la administración en Europa. (Rodríguez Vicente, 1987)
Se confirma una
nueva consideración práctica de colonias que la Monarquía quiere dar a los
antiguos reinos de ultramar y este cambio va filtrándose por todo el cuerpo
social y en consecuencia desde el último cuarto de siglo los “chapetones”,
“godos” o “gachupines”, fueron recibidos en América con menos simpatía que
nunca, a lo que ellos correspondieron con una actitud de altanería y
superioridad que antes no tuvieron. Ese cambio resultó especialmente acentuado
y peligroso, dice Céspedes, entre personas de buena formación intelectual y así
un peninsular o europeo educado en una universidad reconocida por el
pensamiento de la Ilustración había de encontrar anticuada la formación de un
criollo conservador anclado en las tradiciones de sus ancestros, mientras para el
envanecido criollo, un liberal peninsular debía parecer no solo un sujeto
diferente y antipático, sino un extremista. (Céspedes del Castillo, 1985) (Florez
Galindo, 1984)
LA TIPICA FAMILIA SEÑORIAL
Sobreponiéndose al grupo familiar consanguíneo, dicen Tord
y Lazo, se desarrolló en las ciudades una organización social doméstica de
mayores dimensiones que podría ser caracterizada como “familia amplificada”.
Esta pequeña comunidad familiar virreinal que parecía haberse congelado en el
renacimiento europeo, fue el resultado del carácter personal de las relaciones
sociales imperantes y muy útil para el ejercicio del orden económico y social virreinal.
Comprendía al margen de los padres e hijos del legítimo matrimonio, al conjunto
de los criados, tanto plebeyos como siervos y esclavos que se hallaban
adscritos a la casa del señor. Entre el jefe del hogar y los “familiares”
clientes se establecía en teoría un lazo de recíprocos deberes. Los allegados,
dicen Tord y Lazo, quedaban obligados al fiel y buen servicio en las funciones
que se les hubiese asignado. (Tord & Lazo, 1980)
La familia del allegado a fuerza de costumbre, se
convierte en el núcleo social a partir del cual se introduce la disciplina que
el orden impuesto por la sociedad lo requiere. Los progenitores en general y el
padre en especial, debido a la falta de escuelas y maestros para la población, terminan
siendo como dicen Tord y Lazo, los mejores maestros de fidelidad y dependencia entre las
generaciones previas y siguientes, puesto que dentro de la familia el padre
representaba la figura y potestad de los señores, mientras la madre y los hijos
asumían el papel de servidores o siervos. (Tord & Lazo, 1980)
La familia señorial virreinal típica contaba también con
una dependencia muchas veces voluntaria de artesanos, trabajadores u
operarios. Esta aceptación era indispensable en una sociedad donde los señores
eran los compradores y consumidores más seguros y habituales. De esta manera como un medio
de asegurar la concurrencia de una distinguida clientela a sus talleres, muchos
artesanos admitían ser llamados o se consideraban a sí mismos como
pertenecientes a tal o tales casas o familias aristocráticas o señoriales. Con
el solo uso de sus servicios los grandes señores sabían que patrocinaban y protegían
a sus maestros y estos a cambio quedaban obligados a servirles con esmero y
prontitud y por añadidura a bajos precios. Con este mismo criterio los
españoles y criollos pobres, aceptaban vincularse como servidores y lejanos
parientes y en caso de las mujeres como damas de compañía, en la ficción o
formalismo de un parentesco de prima o pariente lejana de la señora. Era una cristiana
y eficiente manera de protección social paternalista y un capital social
añadido para estas mujeres respecto de los otros grupos y castas. En todo caso,
antes de convertirse en sirvientas o criadas, preferían dedicarse, mediante una
velada cercanía parental, a trabajos y quehaceres de costura, bordado, tejido,
preparación de perfumes y dulces, confección de objetos de plumas y otros
distintos oficios que podrían ser mejor considerados como honorables y dignos. (Tord & Lazo, 1980)
LA RELIGION, LOS RELIGIOSOS Y
LOS MILAGROS
La religión aunque esencial fuente de moral y ética de la población, era también un elemento necesario en una sociedad
colonial marcada por el providencialismo que era apoyado desde todos los
estratos sociales y por todas las actividades y ocupaciones. Dentro de este
ambiente, los monasterios y conventos cumplían, según Tord y Lazo, la función de
mostrar al pueblo una fisonomía de ejemplar existencia mancomunada. No
obstante, en los conventos y monasterios en realidad se reproducían las mismas
diferencias y tensiones sociales que se daban en la vida de la calle. Dentro de
ellos hacían vida en común tanto religiosos que pertenecían a los grupos nobles
y gobernaban generalmente la institución, como representantes de los grupos
populares, quienes derivaban en hermanos y “legos” a cargo de
menesteres de menor importancia. En una situación aún inferior se ubicaban los
esclavos o criados seculares pertenecientes a la comunidad de castas en calidad de
servidumbre de frailes y monjas adinerados. Antonio de Ulloa y Jorge Juan en su "Relación" calcularon que la población conventual general y de conventos femeninos en
especial bien podrían formar pequeñas ciudades dado el alto número de personas
que albergaban. La reproducción en pequeño de la sociedad era tal que, cuando
se buscaba elegir algún provincial, superiora u otro cargo dirigencial, se
formaban banderías y campañas partidaristas donde se ponían en juego prestigios sociales y
no pocas veces importantes beneficios económicos. (Tord & Lazo, 1980) (Florez Galindo, 1984)
En
contraste con aquella extendida práctica social señorial en los conventos, hubo
también muchos religiosos de diversos estratos que personificaron ejemplarmente “la
vida de cristiana servidumbre” y piadosa dedicación, personajes virtuosos, excepcionales,
varios canonizados más tarde, que idealizaron con su conducta el pobre vivir
que plebeyos, siervos y esclavos sobrellevaban diariamente. Las noticias sobre hechos milagrosos pasaban a formar parte de la tradición popular, los eventos de los santos se difundían rápidamente por los sectores más pobres, incidían con fuerza inusitada en la memoria de las gentes en parte debido a la conciencia religiosa que los inspiraba, por la seguridad que rodeaba sus vidas y también por la impresión que alcanzaba en ellos la prédica y la intensa actividad religiosa. La presencia de los santos sobre
todo en las grandes ciudades como Lima, sosegaba a la población mas necesitada, mejorando su
condición, consolándola de sus males, aunque de paso, sin intención, afirmaba el orden social existente. (Tord & Lazo, 1980) (Florez Galindo, 1984)
LA VIVIENDA Y LA VIVENCIA URBANA
Desde la llegada de los viajeros al puerto del Callao
podía verse la extrema aridez de la tierra costera peruana a pesar de la notable niebla que rodeaba el ambiente. Los medios de
locomoción para llegar a Lima a una distancia de diez kilómetros eran escasos y
poco frecuentes. Las calles del Callao estaban pavimentadas con guijarros o
piedras rodadas y las casas estaban pintadas con suaves colores. A un kilómetro
del Callao en la vía a Lima, se levantaba una cruz a la orilla del camino, poco
más allá había una estatua de Nuestra Señora del Carmelo, erigida a
mitad de camino entre el Callao y Lima, en el lugar llamado La Legua, que
estaba a una legua del Callao y a una de Lima. Por esa zona la ciudad cambiaba
de aspecto, comenzaban a aparecer campos de maíz y alfalfa, los árboles
aparecían en mayor número. Ya en la ciudad, la calesa o el carruaje cruzaba el
puente del Callao sobre el río Rímac, atravesaba un enorme pórtico adornado de grandes
molduras de estuco, tomando la calle de los mercaderes, la calle comercial de
Lima, se llegaba a la plaza mayor donde los viajeros terminaban el viaje. La Ciudad de los Reyes establecida en un valle pequeño rodeado
de desierto, era hacia mediados del siglo XVIII, una ciudad bucólica y
campesina rodeada de árboles frutales y ornamentales, más semejante a un bosque
que a una ciudad, una verdadera ciudad jardín. Detrás de ese cinturón verde, la
ciudad crecía llena de vitalidad, expresando un carácter sevillano o sur peninsular
muy notorio, que sorprendía a los visitantes. El clima templado y húmedo, con
un cielo gris continuo y sin lluvias en todas las épocas del año, destacaba en
una vida escéptica, indolente y perezosa, ya descrita por el ilustrado Unanue y
también por el historiador Porras Barrenechea. Las calles aparecían anchas,
rectas, muchas pavimentadas y cortadas perpendicularmente según el plano de
cuadrícula. A falta de lluvias, canales de irrigación y acueductos, muchos de
ellos cubiertos, llevaban el agua destinada a viviendas y al riego de huertas y
jardines. (Descola, 1962) (Hurtado Váldez, 2005)
Las calles se cortaban en ángulo recto, cada cien metros,
formando manzanas de dimensiones semejantes, cuadrados y rodeados por cuatro
calles. Cada uno de estos cuadrados, dice Descola, correspondía a una sección
de la calle o cuadra, cada manzana quedaba formada por cuatro cuadras. Varias
manzanas formaban un barrio, los cuales a su vez componían un distrito, cuarta
o cuartel. En tiempos de la Perricholi, Lima se componía de cuatro
cuartas, treinta y cinco barrios, doscientas nuevas manzanas, trescientos cincuenta
calles y ocho mil doscientos veintidós “puertas de casa”, es decir casas
habitación. Además de la Plaza de armas, Lima contaba con treinta y dos plazas,
cuya mayoría estaban situadas enfrente de las iglesias, cuyos nombres llevaban.
(Descola, 1962)
Las amplias casonas limeñas de la élite, dice Flores
Galindo, estaban adornadas con muebles valiosos, lienzos y espejos con grandes
marcos dorados y abundante platería producto de la producción nacional. Las
habitaciones eran muy altas y anchas en la tradición de la casa solariega
levantina peninsular, se disponían alrededor de un gran patio central
rectangular, mientras en la parte posterior había un segundo patio. En
dirección opuesta al viento se hallaban los cuartos de los esclavos. Las dos
secciones de la casa quedaban separadas y comunicadas a la vez por un angosto
callejón. La biblioteca y los carruajes completaban el mobiliario de la casa.
Su extensión ideal era de 1200 varas cuadradas, pero más allá de su amplitud interior,
otros rasgos distintivos de estas casonas dieciochescas fueron las paredes
exteriores altas y sin ornamentos, los balcones y las ventanas enrejadas. A
mediados del siglo se desarrolla una actividad artesanal de amplia demanda,
quizás por la destrucción a partir del terremoto de 1746 en la fundición y
manufactura de hierro y bronce. Mamparas y ventanales de rejas de hierro interiores
y exteriores, se construyeron por miles, en tal magnitud que fácilmente podría
llamarse a Lima la ciudad de las rejas. Ellas cumplían la función de separar
con nitidez a la aristocracia y cuya vida familiar transcurría con más
frecuencia en las salas y comedores interiores, mientras la mayoría de gentes desarrollaba
su vida en plazas y calles. (Florez Galindo, 1984)
A pesar de su
bella alineación, las calles de Lima ofrecían algunos inconvenientes como el
polvo, las molestias de la circulación de calesas y carruajes, el ruido, la
aglomeración de vendedores ambulantes y los mendigos. Jorge Juan y Ulloa
manifestaban que en algunas zonas: “el tráfico constante de recuas cargadas
de mercancías, terminaban por cubrir las calles de estiércol, que el sol y el
viento secaban y transformaban en polvo desagradable. Media ciudad andaba en
coche…”. Carrozas y calezas solían estar doradas y ricamente adornadas de
modo que solían valer de ochocientos a mil pesos, a pesar de lo cual había en
Lima de 5 a 6 mil, sin contar las carrozas de mucho más lujo. (Descola, 1962)
EL EJERCITO Y LA MILICIA
El siglo XVIII, dice Vega, contempló el surgimiento de un
verdadero ejército virreinal profesional. Fue su causa la multiplicación de las
conjuras rebeldes especialmente andinas y el afianzamiento de una conciencia
patriótica neo-Inca en diversos grupos sociales quechuas. En el siglo anterior
solo había apenas algunas compañías o milicias que resguardaban la plaza del
Callao y otras pocas que tenían a su cargo la guardia del Virrey. De las
milicias de Lima, dice Mendiburu, solo gozaban de sueldo unos cuantos
oficiales. Las fuerzas de seguridad o fuerzas armadas, según Vega, se
organizaban eventualmente para contrarrestar peligros solo cuando estos
surgían. La situación empezaría a cambiar con el ascenso al poder del Virrey
Manso de Velasco. En Lima la evidencia de un ejército regular, comenzó a
notarse promediando el siglo. Sin contar a la oficialidad estaban sobre las
armas un total de 4150 efectivos, 2998 de infantería y 1152 de caballería.
Existía también el Batallón de Milicias de la ciudad de Lima formado por 1152
hombres divididos en doce compañías representantes de otros tantos barrios de
la ciudad, muy organizados y eficientes en tiempos de apremio. (Vega, 1981)
Mayor adelanto
lograrían las fuerzas armadas durante el gobierno del Virrey Manuel Amat y
Junient, la declaratoria de guerra hecha por España a Portugal y Gran Bretaña
proclamada en el Perú el 3 de noviembre de 1762, valió para que Amat pusiese en
ejecución su proyecto de militarización del país. En 1766 aprobó un reglamento
y se comenzó a entrenar a las tropas. Más tarde dice Vega, el Virrey Jáuregui
destinaría una gran propiedad ubicada en la plazuela Santa Catalina para el
cuartel de caballería; y para el alojamiento de los batallones, el local del
Colegio Real de San Felipe que perteneciera a los jesuitas. En 1739 se declaró
la guerra entre España e Inglaterra, el marqués de Villagarcía que gobernaba el
Perú, organizó un programa para proteger para proteger las costas. La
guarnición del Callao aumentó sus efectivos a doce mil hombres. Entre 1740 y
1741 Chagres y Portobelo fueron asaltadas por los ingleses, el almirante
británico Vernon intentó luego tomar Cartagena, aunque fue rechazado por las fuerzas
locales de tierra y mar. En el Pacífico, el inglés George Anson atacó furiosamente
las costas peruanas, situándose frente al Callao, sin grandes consecuencias. (Vega, 1981)
El 25 de
septiembre de 1779 se proclamó en el Perú la reanudación de la guerra
hispano-inglesa, llamó entonces el Virrey Guirior un reclutamiento general sin
excepción de esclavos, amenazando con someter a esclavitud a los pardos y
morenos libres que no cumpliesen el llamado. Se ordenó el acuartelamiento
permanente y fue incrementada la fabricación de pólvora, armas y municiones. En
esto trabajaba el Virrey cuando se desató la Revolución tupamarista y
entonces sus esfuerzos debieron también dedicarse a la pacificación del
movimiento andino. (Vega, 1981)
Escasa de
población europea y de tropas disponibles, la Corona española en la protección
de sus dominios, racionalizó de manera efectiva sus fuerzas, siempre con la participación
de las comunidades y fuerzas locales. Comentando esta particularidad, dice Toynbee:
“el Imperio español mantuvo sus fronteras como el Imperio romano, con un
número mínimo de soldados. Esto hace mucho al crédito de estos dos imperios,
pues en cualquier sociedad, el porcentaje de los soldados en la población está
en relación inversa al grado de civilización”. (Bacacorzo,
1972) (Fischer,
1981) (Descola,
1962)
LAS ACTIVIDADES ECONOMICAS DE
LA CIUDAD
El monopolio comercial, según Flores Galindo, convirtió a
Lima en la sede de un poderoso grupo de comerciantes vinculados a familias de
la aristocracia metropolitana o a casas mercantiles españolas que se dedicaron
a las actividades de importación y de exportación de mercaderías de alta
demanda. Inicialmente se iniciaron como “cargadores”, sin negar la importancia
de Cádiz, los nuevos comerciantes, como el conjunto del alto segmento económico peruano,
crecieron al compás de las migraciones procedentes del país vasco-navarro; de
allí vendrían los Elizalde, Castañeda, Ramírez de Arellano, Izcue, Mendiburu,
Ferrer, Abadía, Larreta, etc. Todo esto fue expresión de un movimiento
migratorio más vasto. De los pasajeros que pasaron al Perú entre 1787 y 1814, el 70% procedían de las provincias del norte de España, incluidas Cataluña, País Vasco, Aragón y Galicia. Con el paso del tiempo el
comercio limeño acabó bajo control de esos migrantes de primera o segunda
generación. (Florez Galindo, 1984)
El hecho urbano más importante fue la reconstrucción de la
ciudad de Lima, arrasada por el terrible terremoto de 1746, no obstante, el
esplendor mercantil tuvo también, según Flores Galindo, otras expresiones
mensurables, así, se produce un cambio de fisonomía de la ciudad cuando Lima se
extiende a las 400 hectáreas. Se elevaron nuevas construcciones, como la Plaza
de toros (1768) con capacidad para 25 mil espectadores o el Paseo de Aguas
(1773), aparecieron los primeros cafés a semejanza de Francia, entre otras
novedades, signos de una vida urbana que se renovaba rápidamente. Después del
terremoto, siguiendo el consejo de técnicos y urbanistas, la ciudad de piedra y
ladrillo fue reemplazada por nuevas construcciones construidas con caña de
Guayaquil y adobe, materiales menos apreciados socialmente, pero más
resistentes a los movimientos sísmicos. Lima en este siglo era evidentemente el
más importante mercado y centro comercial del Virreinato, con la introducción de
las tramitaciones para acelerar la circulación comercial, las ventas corren a
cargo ya sea de los tenderos o de los llamados cajoneros o callejeros. En
cualquier cajón, dice Flores, podían encontrarse los más diversos productos:
fierro, alambre, martillos, ropa y porcelana francesa, yerba del Paraguay, te,
café, aguardiente y libros. Una variedad similar se hallaba en las pulperías,
en contraste los tambos tendían a especializarse en vinos y
aguardientes. Al igual que en otros casos, los grandes comerciantes limeños no
mantenían relaciones directas con los pequeños comerciantes, sino que recurrían
a intermediarios llamadores Corredores. Según informaciones que consigna
Flores Galindo, en Lima fueron censadas 287 pulperías, 48 abastecedores y 60
fabricantes, un número indeterminado de panaderos y molineros, los cuales
formaban las capas sociales medias. En estos grupos medios se incluían también
medianos propietarios de los valles cercanos a Lima, los artesanos, labradores
(más de 300), la burocracia compuesta por más de 400 empleados, los médicos
(21), abogados (91), estudiantes universitarios (366), cirujanos (56), notarios
(13), escribanos (58), periodistas, entre otros. (Florez
Galindo, 1984)
Todo el ciclo comercial y mercantil del Perú giraba en
torno a la partida y regreso de la Armada que transportaba la plata, principal
producto exportable del virreinato. La época de embarque estaba en estrecha
correspondencia de la llegada a Lima de los metales preciosos procedentes de la
zona minera del Alto Perú. La molienda del mineral se realizaba mediante la
fuerza hidráulica que estaba en conexión a las lluvias estacionales. Hasta los
meses de mayo y junio no podían conducirse los caudales a la ciudad de los
Reyes. Mientras llegaban y se organizaban los complicados trámites y
preparativos, no era posible que la salida de navíos se verificase antes de
octubre o noviembre. De Lima a Panamá la navegación se hacía aprovechando la
corriente marina costera o corriente de Humboldt y duraba si no había problemas
aproximadamente de un mes. Después pasaban el itsmo y en Portobelo tenía
lugar el intercambio de la plata peruana por las mercancías de la Metrópoli. En
la segunda mitad del siglo, este eficiente sistema de flotas y galeones vigente
desde Felipe II, entró en crisis por causa entre otras del extendido
contrabando, y que finalmente puso fin al sistema en 1742. Y aunque este hecho
sería el comienzo de la decadencia comercial de Lima, no obstante, la ciudad pudo
mantener su poder y prestigio hasta inicios del siguiente siglo. (Rodríguez Vicente, 1987) (Vargas
Ugarte, 1966)
LA
CULTURA URBANA UN MATIZ DE REBELDÍA CONTRA EL ORDEN
El siglo XVIII
fue el siglo de las reformas, apenas se inicia, tiene lugar un cambio de gran
trascendencia: la corona de España pasa de la dinastía austriaca a la borbónica
y como era natural la influencia francesa se deja sentir en la península y en
América. (Vargas Ugarte, 1966)
En este siglo
todo cambió favorablemente para la cultura y la ciencia. No solo la presencia
de franceses en los altos cargos españoles, sino la evolución causada por el
más continuo tráfico de extranjeros y la merma de autoridad de las órdenes
religiosas, como la del Santo Oficio, así como el progreso intelectual en todos
los aspectos, significaron numerosas medidas de liberalidad y tolerancia, que
favorecieron el desarrollo de diversas actividades culturales en la ciudad. No
olvidemos que estamos en el siglo de las luces y de la Ilustración. Si la
dinastía borbónica había devuelto a la península el fervor por la cultura, los
coloniales debían seguirles para no quedarse a la zaga, de esta manera
autoridades y personajes locales importantes se convirtieron en impulsores de
la cultura y la ciencia. (Sánchez, 1973) (Florez
Galindo, 1984) (Bacacorzo,
1972)
Algún influjo,
debieron tener las noticias sobre la Independencia de los Estados Unidos,
cuando la llegada de buques, desde esa parte del mundo se hicieron más
frecuentes. Mayor repercusión tuvo la Revolución francesa puesto que en la
misma capital del Virreinato, circulaban en 1794 pasquines en los cuales se
vivaba la revolución y las libertades ciudadanas. Autores franceses como
Montesquieu, Liguet, Raynal, Marmontel, Diderot, Legros, Voltaire y otros
enciclopedistas, no eran raros en Lima, con la inmediata alarma y preocupación del
Tribunal del Santo Oficio. Los “Edictos” impresos a partir de 1791, incluyen ya
una serie de obras de esta clase, a las cuales se ordena el decomiso. Otro
elemento cultural y político importante, dice Vargas Ugarte, es el
afianzamiento del Nacionalismo y el renacimiento del localismo, una corriente
que surgía también en algunas partes de Europa, pero que en las ciudades
coloniales tomaba un matiz de desorden e insubordinación. Ya los marinos
Antonio de Ulloa y Jorge Juan, percibieron la animadversión que existía de
parte de los criollos frente a los peninsulares, por el solo hecho de haber
nacido y crecido en América. El influjo de las Nuevas Ideas como se
decía entonces, no estaba ausente en las ciudades coloniales. En 1782 se fijó
en la puerta de la Iglesia de Santa Catalina de Arequipa, un impertinente pasquín
dirigido al Rey en el cual se decía: ¿Por qué señor no averiguas/ A quienes
das los empleos?/ Si hombres indignos envías/ ¿Quieres que se pierda el reino? (Vargas
Ugarte, 1966) (Bacacorzo,
1972) (Florez
Galindo, 1984)
En las ciudades americanas, el siglo XVIII es
definitivamente un siglo cultural y de fundaciones de instituciones culturales
y científicas. Así, se funda la Escuela de Minería de México en 1792 con
catedráticos tan importantes como los españoles Fausto de Elhuyar (1757-1833)
descubridor del tungsteno y Andrés del Río (1765-1849) descubridor del vanadio.
En este siglo se establecen también las primeras bibliotecas públicas. Las
listas de obras remitidas de Europa a los libreros locales, según Henríquez
Ureña, abarcan la mayor variedad concebible de títulos y asuntos y las
cantidades eran extraordinarias. De esta manera, en 1785 una sola remesa de
libros recibida en el Callao sumaba 37,612 volúmenes. Muchos libros como la Encyclopedie,
y obras de Bacon, Descartes, Copérnico, Leibniz, Rousseau etc, se mantuvieron
en circulación secreta pese a que el gobierno las consideraba peligrosas y
estaba prohibida su lectura. En Lima entre los grupos intelectuales, era
corriente aprender el francés, funcionaban ya habitualmente seis importantes imprentas
y se inicia la publicación de la “Gazeta de Lima” en 1743, también el primer
periódico cotidiano de la América Española, el “Diario erudito económico y
comercial” de Lima, en 1790 y el famoso “Mercurio peruano” desde 1791. Se
difundía un extraordinario interés en la ciencia y en todos los países de
América aparecen hombres dedicados a su estudio y que leen todo cuanto de utilidad
se produce en Europa como también producen trabajos que fueron contribuciones
útiles para la constitución de la ciencia moderna universal. (Henríquez
Ureña, 1947)
La sociedad virreinal a pesar los periodos de fuertes
crisis económicas y sociales era una sociedad muy segura y estable que mostraba un modo
de vida indolente y despreocupado, a veces con breves muestras de abundancia para todos y también ostentaciones y grandes
lujos para algunos. Antes del gran sismo de 1746, Lima era una ciudad construida en piedra y
ladrillo, después tuvo que resignarse muy a su pesar a las construcciones más
modestas de adobe y quincha nativa, pero más resistentes a los
movimientos sísmicos. Estos eran tiempos de bonanza económica que hacía
propicia la buena vida y las celebraciones masivas. Lima se había recuperado
del sismo que la había dejado en ruinas, los nefastos días de la desgracia,
volvieron con mayores energías a los sibaritas de la vida cortesana, puesto que
la destrucción impuso el estilo barroco francés, el cual, según Gavidia Silva,
le devolvió la alegría, la elegancia y la sofisticación a una ciudad de
refinado estilo de vida. (León y León 1990, pp. 9-10) (Macera, 1976)
Las láminas y estampas del Obispo Martínez Compañón, entre
otras de la época, algunas de mucha ingenuidad, pueden darnos una imagen
cercana de las costumbres de una urbe colonial del siglo XVIII. Aparecen allí, las
modas afrancesadas que usaban no pocos criollos, el lujo de los vestidos de la
mujer con las infaltables sayas o mantos, también se puede apreciar la
reducida población indígena urbana, en sus labores de transporte y carga de
mercaderías, con sus largos cabellos y trajes blancos a modo de faldillas, y
algunos mestizos e indígenas aculturados, con indumentaria a la usanza europea,
aunque con mayor colorido. (López Serrano, 1976)
Amedee Frezier el prejuicioso viajero y agente francés de
la época, compone una imagen de Lima que luego haría común a otros viajeros
europeos, respecto de la riqueza de los jesuitas, abundancia de esclavos,
pobres vergonzantes, la amplitud de las casas señoriales y las viviendas de
gentes menos pudientes, las calles rectas que terminaban en el campo, entre
otras observaciones. De la ciudad, Frezier anotó la mezcla de lo sagrado y lo
profano y criticó la relajación de los sacerdotes en los monasterios. En cuanto
a los criollos, el viajero los encontró sobrios en el vino y repulsivos en el
comer (asistió a un ocasional bocadillo o “piqueo” y lo tomó por uso
corriente) así como corrompidos por la ostentación y la lujuria. La credulidad
popular, las metáforas extravagantes de los predicadores, los largos cantos
religiosos, las muchas supersticiones, la arquitectura y los vestidos,
completan su imagen que, a pesar de sus errores y defectos, lograron influencia
importante en la información y literatura europeas, que después y por dilatado
tiempo, trataron sobre las ciudades coloniales americanas. (Macera, 1976) (Tord & Lazo, 1980)
CONCLUSIONES
-
El siglo XVIII experimenta un sostenido crecimiento general de la población
urbana, aunque no de manera homogénea o proporcional en todos los grupos
étnicos y sociales.
-
La sensación de paz social y seguridad general a pesar de la eventual agitación
de ciertas élites intelectuales, es una constante en la vida de las ciudades.
-
La sociedad virreinal urbana del siglo XVIII como otras de su tiempo, era una
sociedad fuertemente jerarquizada y estratificada, sustentada en la desigualdad
y en la división étnico-social diferenciadora.
-
La diferenciación entre criollos y europeos peninsulares está presente en la
vida urbana, especialmente a partir de la segunda mitad del siglo XVIII, una
tendencia que establece una distancia y antagonismo entre los ideales e
intereses de ambos grupos.
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REFERENCIAS
BIBLIOGRAFICAS
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su trascendencia en la lucha libertaria nacional. Congreso del Instituto
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en el Perú en tiempos de los españoles 1710-1820. Buenos Aires: Hachette.
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sociedad colonial en el Perú colonial: El régimen de las Intendencias 1784-1814.
Lima: Fondo Editorial PUCP.
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y plebe. Lima 1760-1830 (Estructura de clases y sociedad colonial). Lima:
Mosca Azul.
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de la Cultura de la América hispánica. México: Fondo de cultura
económica.
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Obtenido de https://www.researchgate.net/publication/47798202_Entre_torres_y_balcones_La_imagen_de_la_Lima_virreinal
López Serrano, M. (1976). Trujillo del
Perú en el siglo XVIII. Madrid: Patrimonio Nacional.
Macera, P. (1976). La imagen francesa
del Perú (siglos XVI-XIX). Lima: Instituto Nacional de Cultura.
Rodríguez Vicente, M. (1987). Economía,
sociedad y real hacienda en las Indias españolas. Madrid: Alhambra.
Sánchez, L. A. (1973). La literatura
peruana: derrotero para una historia cultural del Perú (Vol. V). Lima:
P.L. Villanueva.
Tord, L. E., & Lazo, C. (1980). Economía
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Vargas Ugarte, R. (1966). Historia
general del Perú (Vol. V). Lima: Milla Batres.
Vega, J. J. (1981). Historia general
del ejército peruano. Lima: Comisión permanente de Historia del ejército
del Perú.
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